Es uno de los proyectos más ambiciosos del actual gobierno. El Plan de Equidad supone que “nunca más” habrá orientales de segunda, excluidos o marginados, pobres que son apenas objeto de la caridad pública, estatal o privada. A grandes rasgos, el Plan de Equidad que se pondrá en marcha el 1º de enero de 2008 implica dejar atrás la situación de excepcionalidad que atiende el PANES hasta fines de este año. Pero sobre todo se trata de coordinar políticas sociales que apuntan a la equidad de género, de oportunidades e intergeneracionales.
En setiembre del año pasado el Ministerio de Desarrollo Social (MIDES) creó una comisión de técnicos para perfilar el plan que si bien será monitoreado desde ese ministerio involucra a todo el gobierno. Sus objetivos son resumidos por el presidente de la República cuando señala que se orienta la gestión de gobierno hacia “un país productivo con justicia social”. El Plan de Equidad va mucho más allá del Plan de Emergencia, diseñado para abordar situaciones puntuales que, según la convicción dominante en el Ejecutivo, serán definitivamente resueltas con base en el crecimiento económico del país y la distribución más equitativa de la renta.
Pasar de “compensar” la pobreza a incluir a toda la población como sujeto de derechos es tan ambicioso que representa casi una revolución social y cultural. Las políticas focalizadas, como el Plan de Emergencia, siempre fueron criticadas por instaurar en el beneficiario una actitud sustancialmente pasiva. Con las políticas de corte universal se buscará superar ese tipo de inconvenientes.
Este emprendimiento suena muy alentador. Se pasa de la emergencia a la inclusión. La apuesta por dejar atrás la “emergencia social” y dar paso a la integración de los pobres supone tanto un salto cualitativo como la ambición de insuflar nueva vida al descascarado Estado benefactor, que durante cuatro décadas se fue erosionando hasta casi desaparecer.
Este proyecto que se pondrá en marcha en pocos meses será el mayor esfuerzo en décadas para revertir la fractura social generada allá por los sesenta, ensanchada por la dictadura y profundizada por las políticas neoliberales de las dos últimas décadas. A esto debemos incluir el desinterés demostrado por los anteriores gobiernos por cambiar esta triste realidad que padecemos. No hubo voluntad política para generar ni políticas focalizadas ni universalistas. No hubo intención de encarar este problema de manera seria y profunda. La duda que me surge es si la voluntad política de esta administración será suficiente para reparar el desgarrado tejido social.
Este plan que apuesta a la integración social, combate no sólo a la pobreza sino también a la riqueza. En la estructura de la renta se les quita a unos para darles a otros. El modelo de acumulación económica imperante hoy, supone también polarización social y fomenta la exclusión.
En la reciente encuesta realizada sobre Percepción de Exclusión Social y Discriminación, la mitad de los montevideanos que viven en los once barrios más ricos, lo que menos desean es tener cerca a una persona que viva o haya vivido en un asentamiento. Contradictoriamente en las personas de menor nivel educativo, se registran las mayores cifras de tolerancia social. La mayor intolerancia se ubica en los barrios más céntricos y cercanos a la costa.
A raíz de estos antecedentes y en vistas hacia el futuro, algunas interrogantes surgen al respecto de este plan que próximamente se implementará. ¿Cómo va a ser el comportamiento de los sectores sociales más beneficiados a la hora de ceder privilegios?, ¿Por qué los empresarios, que se encuentran en esas franjas, habrían de querer pobres en sus empresas?, ¿Están dadas las condiciones para aplicar una universalización de los derechos del ciudadano?, ¿Cambiará la manera de percibirse a aquellos que se encuentran por debajo de la línea de pobreza y a quiénes viven recluidos en asentamientos?
La clase alta eternamente protegida por los gobiernos anteriores, ese sector nunca cuestionado, impoluto, inmaculado, ese que se jacta de atender a los más carenciados dándoles limosna, es el mismo que no quisiera tener cerca a un pobre de un asentamiento. Entonces, ¿estará dispuesto ese sector a ceder de su renta o a tener la misma calidad en su atención médica que aquel que va al Clínicas? Se generan contradicciones inevitables y cuestionamientos difíciles de responder.
El Plan de Equidad supone un excelente emprendimiento. Pero, deberemos ser pacientes y esperar algunos años para constatar si ha sido posible empezar a revertir el desgarrado tejido social. Tendremos que aguardar y ser optimistas en que la conciencia colectiva interiorizará el concepto de justicia social.